sábado, 18 de agosto de 2012

El día que nos conocimos. (Rodrigo Martin Carretero Molina)

-Hola, ¿qué tal, cómo estás?
Así empezó esta historia de amor entre dos seres que en su vida habían imaginado conocerse entre sí.
Él era un hombre que no tenía más futuro ni ambiciones que disfrutar de lo que le daban las rentas de sus apartamentos.Vivía en Palermo, en una casona que había permanecido a sus abuelos maternos, oriundos de lo que fue hasta hace poco la vieja y gloriosa Yugoslavia.Su apariencia física lo delataba como judío; su padre pudo escapar por un pelo de los alemanes. Ahora, él ya estaba muerto. Igual que su hijo, muerto en vida.
Ella, simplemente, era una empleada en una repartición pública, soltera y resignada a no hacer más que atender a sus tres gatos.Los felinos se llevaban todo su cariño y el dinero que cobraba esta mujer triste y solitaria. En su trabajo nunca fue aplicada, pero si sumisa para con sus superiores. Ya no creía en el amor.
Fue en un día lluvioso, como esos en los que ni las ranas de las alcantarillas de la ciudad se anima a salir para sacudir el pavimento con sus croaqueos, que ellos dos se conocieron. Creo que era domingo. Sólo a dos seres como éstos se les habría ocurrido salir a caminar por la calle Florida con este clima. Eran las únicas almas que recorrían la arteria céntrica.
No había nadie. El cielo se ponía cada vez más y más oscuro, amenazando con desplomarse sobre los techos porteños. Pero a ellos eso no les importaba.
Iban caminando despacio, mojándose a rabiar hasta los huesos. Pero eso no les importaba. Estaban absortos, cada uno en sus propios pensamientos.
Ella, en qué maldito juguete le faltaban a sus gatos. Ya les había comprado todo lo imaginable, pero no era suficiente. Pete, Cris y Tomás eran sus nombres. Todos hermanitos. Lo había recogido de una canasta que alguien sin corazón , según ella pensaba, dejó en el umbral de su casa del Bajo Flores. Crió a esos gatos como si hubiera criado a los hijos que nunca pudo tener. Vaya a saber por qué. Aunque viéndola en persona no es difícil imaginárselo, no es que fuera fea, pero tenía algo, no se qué, que producía un rechazo extraño en los hombres para con ella. Claro que a él eso no le importó en lo más mínimo.
Él estaba tratando de pensar la manera menos dolora de decirle a sus inquilinos del apartamento 2.b del edificio de la esquina de su casa que tenían que irse. Todo el edificio le pertenecía a él. Y a estos pobres vecinos se les había vencido el contrato, debían ya varios meses y tenían que irse. No quedaba otra opción. Por una cuestión legal, no quedaba otra opción. Él no era una mala persona, por eso no sabía como actuar. El simple hecho de pensar que dejaba a una familia en la calle, lo torturaba por dentro sin descanso. Pero al fin y al cabo, así es la vida. No quedaba otra opción.
Venían enfrentados, caminando por Florida. Se sentían los únicos seres del universo. No por omnipotencia, sino por soledad y no tener con quién compartir sus penurias.
Los pasos casi imperceptibles de la mujer lo sacaron de sus pensamientos. Alzó la vista. La vió. La mujer iba directamente a su encuentro. Ella no lo había notado.
-Hola, ¿qué tal, cómo estás?
Se sorprendió. Lo último que esperaba ésta mujer era que se le apareciera alguien interrumpiendo  de una manera tan abrupta su concentración felina. En una mezcla de rabia y satisfacción sintió las palabras del hombre como un rayo de sol entre tanta oscuridad. No respondió. Se quedó mirándolo durante toda la eternidad que dura un segundo. Fue una vuelta a la realidad, pero no respondió.
-Hola, ¿qué tal, cómo estás? -Repitió él.
-Discúlpeme, yo no lo conozco. -Dijo ella en una falso amague de rechazo.
No era lo que quería, pero demostrar ese impulso de acercamiento, le habría hecho pensar a él que era una cualquiera. Y eso no estaba bien.
Quedaron mirándose, conociéndose. Las gotas de lluvia les corrían por la cara. Ellos no las sentían, y menos aún les importaba. Todo transcurría en silencio ¿para qué hablar? decir algo hubiera significado romper esa nebulosa mágica en la que se encontraban tan plácidamente. Él se sacó el piloto y cubrió a la mujer. Ya no había motivos para aparentar. Se dejó abrigar, lo miró y lo esbozó una leve sonrisa, bastante mal disimulada.
Seguía lloviendo. Fue instintivo, como esas cosas que se hacen sin pensar y no sabés por qué.
Sus labios se fundieron. Sus lenguas, ávidas la una por la otra, se mezclaron. Cerraron los ojos.
Estos dos seres solitarios que ya no esperaban más de la vida, estaban sintiendo lo más sublime que puede llegar a expresarse en un ser humano.
Cuando por fin se separaron, sus miradas se cruzaron. Allí estaba todo.Algo pasaba. Se apartaron sin decirse nada. Ella le devolvió el piloto, él la acarició por última vez.
Cada uno siguió por su camino. No voltearon siquiera para despedirse. Si lo hubieran hecho, su destino habría sido traicionado. Ellos sabían que su destino estaba escrito por la soledad. Lo vivían así. Tenía que ser así. Lo aceptaban sin pedir nada a cambio.
Ella volvió a pensar en sus gatos, él en los inquilinos.
Seguía lloviendo.
De fondo, como saliendo de sus almas, sonaba un tango tan melancólico y triste como el día en el que vos y yo conocimos el amor.
La tarde llegaba a su fin. Seguía lloviendo. No había nadie. Nunca hubo nadie.

Cuento por encargo. (Marcelo Damiani)


El barco pirata estacionó frente a mi casa. Los marineros engancharon el ancla en el árbol del vecino y se apostaron a lo largo de la calle mirando hacia adelante con cara de desalmados. Al rato bajó el capitán y golpeó a mi puerta; le abrí, él entró sin ningún tipo de preámbulos y se acomodó en el bar destrozado que me quedó de un fallido cuento de vaqueros. "Usted es escritor, ¿no?", me interpeló en un idioma desconocido; por suerte los dos manejábamos el mismo código literario. "No; soy guionista", respondí. "Es lo mismo", dijo, "necesitamos alguien con mucha imaginación". "Los críticos dicen que yo no tengo ni una pizca", señalé. "Bien", murmuró pensativo, "ése es un buen signo". Hizo una pausa; tomó un vaso de whisky que había por ahí, y me miró. "Mi tripulación y yo tenemos un problema. No encontramos una buena aventura desde hace años. Nadie nos quiere dar lugar en sus historias; dicen que ya no servimos para nada porque estamos pasados de moda... Así que decidimos tener nuestro propio escritor". Lo único que faltaba, pensé: Piratas con problemas existenciales. "Mire", le dije, "los relatos de aventura no son mi especialidad." "Eso no nos importa", masculló, "pónganos en el género que quiera." Se puso de pie bruscamente, se dirigió a la puerta y agregó: "Le damos una semana. Y no intente traicionarnos. Los dos escritores que lo intentaron ya no pueden escribir más". Y se fue.
Entonces, por las dudas, empecé a escribir este cuento.

La salvación. (Adolfo Bioy Casares)

Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. “¿Cómo un ser tan ínfimo –sin duda estaba pensando el tirano- es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?” Entonces un pájaro que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor descubrió la idea que lo salvaría. “Por humildes que sean –dijo indicando al pájaro-, hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros.”