viernes, 10 de agosto de 2012

Él.


Me miraste. Al instante sentí ese extraño pero placentero cosquilleo en mi interior… Callé para poder escucharte, no quise ahogar tus palabras. Te miré. Por muchos minutos me hipnoticé. Ese silencio tal vez no fue el más incómodo… Me siento tan insignificante a tu lado que quizás nunca podrás amarme. Tus pasos eran suaves. Tranquilos. Yo sólo quería escapar. Tu perfección hacía que se notara más mi verdadero yo, sola y sin amor. 
Tan débil caí en tus brazos.
 Me entregué completamente y estuve a tu merced. Mi mente te pertenecía. Realmente te deseaba. Mi rostro se iluminaba cada vez que me hablabas. Cada sonrisa que me regalabas liberaba mi alma. Mi cuerpo sintió desvanecer cuando acercaste tus labios a mi boca… Me besaste. Nunca olvidaré tus labios cálidos, tus manos tocando mis mejillas, mis piernas tambaleándose y mi molesta mochila llena de carpetas y libros. Observé tu mirada. Presté atención a tus palabras. Creí que todo lo había entendido. Es entonces cuando comienza todo… Mientras pasa el tiempo, enredada en poemas y caminatas de la mano. Atrapada en un ensueño de amor. Confundida. Abandonada. Sentí que te perdía… supe que no te  daba lo que necesitabas. Pensé: “lo amo… voy a hacerlo feliz”. Me desesperaba saberlo. Me odiaba con tan solo pensar que tu adiós sería mi culpa. Creo que hice lo correcto. ¿Acaso había otra opción? Tenía que demostrarle que soy una mujer. Solo de ese modo él podría amarme. Mi respiración no ayudaba, estaba demasiado agitada. No sabía qué hacer. Cómo hacerlo. Si era suficiente. Si de esa forma comprendería que lo amaba y que estaba dispuesta a que sea dueño de mi vida, de mi infancia y de mi adolescencia. Todo fue muy breve. Le pregunté cómo estaba, si me quería ver. Él no estaba convencido. Traté de hacerlo contándole mis deseos carnales.
 Nunca me había sentido tan desesperada por no perderlo.
La paranoia me inundaba. Mi esencia se perdió al instante en el que él aceptó.


Él trabajaba en la calle. Cada noche me acostaba preocupada. Su uniforme azul me enamoró. Su prolijo corte de pelo y su educación lo mostraban como todo un caballero. ¿Qué  mujer no hubiera caído a sus pies? Sólo la que  estuviera enamorada de otro hombre. El me dió a conocer ese sabor tan particular que tiene lo prohibido. Las andanzas a escondidas eran divertidas. Recuerdo que a él le gustaba mi frescura. Yo no tenía vivido los años que él había cumplido. Me gustaba como me hablaba. En ese momento creía que mi inocencia le provocaba ternura.

Llegó el día de ese encuentro tan ansiado… iba a descubrir si era suficiente, si merecía tener su amor. Fue tan frío y distante. Su saludo fue un beso en la mejilla. Me preguntó si quería acompañarlo a un lugar donde estemos solos y más tranquilos. Con inseguridad respondí que sí. Me entregué al destino, caminando por las veredas de esa bella ciudad  donde nadie nos encontraría. Pisando las moras que habían en el suelo. Sintiendo el febrero. Confundida. Abandonada. Nunca olvidaré esa sensación, fiel compañera. Él parecía perdido. Era el barrio de su niñez. No recordaba el camino. Quizás fue que conoció este lugar con alguna ex novia de la secundaria. No me importa. Fue hace muchos años.
Llegamos. Me tomó de la mano y entramos juntos. Mis piernas comenzaron a temblar como lo hicieron en aquel primer beso. “Seria. Como si fueras mayor de edad” dijo, y sonrió. Volvió a tomar mi mano y subimos las escaleras. Caminamos por los pasillos. Una puerta. Número 12. Entré. Quería escapar. Él cantaba. Parecía feliz.

Estaba nerviosa. Mis piernas y mis manos seguían temblando. Mi mente viajaba por muchos lugares. No lograba distenderme. Estaba sentada en el borde de la cama. Miraba mis zapatillas machadas por las moras. Siento una mano gentil en mi hombro. “Llegó el momento” pensé.  Con su otra mano tomó mi rostro y comenzó a besarme. Me dijo que me quite el calzado. Lo hice. Me acostó en la cama. Besó mi cuello humedeciéndolo con su lengua. De nuevo sentí el cosquilleo. Acarició de a poco horizontes que nunca nadie había visto. Me sentía cómoda. La desnudez fue simple. Él besó mi cintura. Sonreí cuando besó mi ombligo. Y miré hacia el techo cuando comenzó a quitarme la ropa interior. Se acostó sobre mi y bajó los breteles de mi corpiño, dijo que no me quería completamente desnuda.
Dijiste: “al fin te tengo, mi amor”.  Creí que había obtenido lo que quería. Lo sentí dentro de mi. Fue dolor. No me importaba el placer. Estaba con él y eso era lo importante.  Me di cuenta que le entregué mi inocencia y que mi niñez se fue naufragando a los cielos.

Fueron solo unos minutos. Quería escapar. El arrepentimiento no me dejaba en paz.

Él se fue  duchar. Yo recordaba lo que hace instantes habíamos hecho. ¿Fue eso amor?

Nos fuimos. Bajamos juntos las escaleras y él me dijo lo hermosa que estaba. Pasamos por las mismas moras y sonreímos.. 

Nunca lo volví a ver, pasaron tres años desde aquella vez. Porque él se fue. Y ahí estaba yo. Confundida. Abandonada. Esperando el tren que me lleve a casa.